Las rueditas extraviadas

 

 

Era una niña que no lograba prescindir de las rueditas pequeñas de su bicicleta. Andaba en su bici, pero siempre apoyada en las rueditas. Sabía que si no se las quitaba, nunca aprendería a desenvolverse con su bici y sería como no crecer. En ocasiones se animaba y las retiraba, pero apenas daba unos pedalazos sin equilibrio, se bajaba y las instalaba de nuevo. Hoy voy a andar así y mañana se las quito, decía.

Otras veces se envalentonaba y se desplazaba en el parque sin ellas. Pero cuando veía dificultades en el camino…zás, las instalaba de nuevo y decía: cuando salga del camino malo se las quito.

Así iban pasando las semanas en un me asusto y pongo las ruedas. Paso el susto y se las quito. Me asusto de nuevo y busco mis rueditas. Si sus amigas decían algo alusivo a sus rueditas, ella sencillamente elevaba el mentón y hacía un gesto con la boca.

El Universo la veía hacer y la dejaba poner y quitar rueditas. Sin embargo, cuando no te atreves a tomar riesgos, la vida decide por ti. Un día fue a buscar  las rueditas y no las encontró. Buscó las fulanas rueditas, buscó aquí y allá. Nada. Desaparecidas. Preguntó y preguntó. Nada. Intentó conseguir otras. Nada. Ensayó sustituirlas por algo parecido y no resultó. La bici semejaba una cabra loca, sin control. Lloró. Protestó. Amenazó. Volvió a buscar y nada. El tiempo se estaba agotando y su miedo iba en crecimiento. Había llovido y el camino estaba empantanado. El agua no dejaba saber dónde estaban los baches. Trató de convencer a alguien que fuera por ella, pero nada. Solo quedaba una opción: montarse en su bici sin rueditas y enfrentarse a caídas, empatucadas de barro, raspones, burlas y demás. Era sí o sí.

Profirió una palabra fuerte mandando todo a donde ya sabemos; y sintió como desde su centro le subía la resolución de enfrentarse a sus miedos, aceptando lo que pudiera suceder sin dejarse amilanar por eso. De esa manera el Universo la ayudaba, no dejándole opción. Era sí o sí.

Con miedo, pero resuelta, montó su bici y avanzó haciendo zigzag, sacando la pierna de uno u otro lado y metiéndola en el barro. Con los pedales mojados el zapato resbala y se hace más difícil, tampoco funcionan los frenos, pero avanzó doscientos metros, y un hueco la hizo caer enlodándose. Se levantó, un hilito de sangre le corría desde el codo hacia la mano derecha. Lo ignoró y montó de nuevo. Apretó los dientes y volvió a pedalear. Ya los charcos no le daban tanto miedo y comenzó a disfrutar las gotas de lluvia que se mezclaban con sus lágrimas. Algunos minutos después se desplazaba con mejor control.

Dos horas más tarde, cuando regresó, no parecía ella. Aparte de la ropa salpicada de barro y el cabello erizado como quien ha recibido una descarga eléctrica, mostraba un rostro desafiante y una leve sonrisa de satisfacción que gritaba, ¡lo logré!

Bajó de la bicicleta con movimientos naturales y con calma desató un paquete que estaba amarrado al manubrio. Su madre percibió que canturreaba una canción en voz baja, y sonrió calladamente.

Las rueditas no aparecieron y tampoco ella las buscó. No las necesitaba. Al fin, era libre.

 

 

 

Seu.

 

San Diego, miércoles 03 de marzo de 2021.

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